El cazador de rosas

Artemisa había pasado el día cazando, desde las laderas del monte Ida hasta las Estelas de Heracles en el fin del mundo, y al atardecer divisó un palomar de adobe en mitad del horizonte. A unos metros, junto a un jardín lleno de rosas, vivía un hombre que le ofreció su casa para descansar y comer.


Mientras la diosa dormía, una de las ninfas que viajaban con ella se acercó a la cocina para recoger la comida y servir a su ama pero al ver los alimentos que aquel hombre preparaba (paloma torcaz, mollejas de pillón, cabeza de jabalí, codorniz, gallinuela, conejo de monte, corzo, pechuga de faisán, pato azulón...) advirtió que se descubriría como un hábil cazador a los ojos de Artemisa y se apiadó de él, pues sabía que despertaría los celos de la diosa, que no admitía que nadie, y menos un mortal, rivalizase con ella. Con rapidez urdió un plan: recogió cuantas rosas encontró en el jardín y cubrió con sus pétalos la comida antes de llevarla a la mesa.

Artemisa devoró un plato tras otro distraída por la belleza de las flores y el sabor de los guisos hasta que, cuando el banquete parecía haber terminado, asomó el cazador con un último plato en el que destacaba, majestuoso, un pichón guisado envuelto en su jugo. La ninfa, que se había quedado sin rosas para repetir su truco y disfrazar la pieza, dio un paso atrás temerosa de la reacción de la diosa.

El hombre cruzó el comedor en silencio, dejó el pichón sobre la mesa y se retiró. Artemisa observó el plato durante un instante y reclamó a su anfitrión:

-De todas las rosas que me serviste, siendo tantas y tan buenas, dejaste para el final la más hermosa de todas, cuando ya sacié mi hambre. Dádsela a mis doncellas para que ellas cenen, y os pagarán por diez lo que vale vuestro jardín.
 
Y la diosa marchó, las ninfas comieron, el cazador descansó y el jardín volvió a llenarse de rosas.


 

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